A los españoles nos gustan los bares. Son nuestro segundo hogar. Siempre que subía una montaña con mi pequeña Gabriela, la espoleaba con una promesa: “Ánimo, en la cumbre está el bar Los Ciervos”. La misma chanza que me repetían siempre mis guías cuando yo mismo era un pequeño excursionista.
Esta mágica e irrealizable promesa de confort montañero se ha convertido con el tiempo en una broma cómplice entre nosotros. “De pequeña, mi padre me maltrataba haciéndome subir montañas para llegar a un bar que no existe”, cuenta divertida una Gabriela universitaria a sus amigas.
Por fortuna, el pasado fin de semana, la vida me ha redimido de mis pecados como progenitor.
El bar Los Ciervos existe. No es un sueño ni una quimera. Corona una montaña, se accede por un sendero misterioso y resuenan en él bramidos de cervidos apasionados.
No se llama exactamente bar Los Ciervos, sino Malga Cere. Ubicado a 1713 metros de altitud, desde su terraza exterior se domina la Val de Calamento, en el Lagorai occidental. Para llegar al refugio se avanza por un intrincado sendero sacado de una leyenda del trentino. El camino hace eslalon entre coníferas hasta alcanzar una hermosa planicie llena de burros y vacas.

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Allí, un grupo de jóvenes idealistas y sus familias han convertido un viejo establo en un albergue y un bar muy especial. El sueño de un té caliente y de un mundo más justo fundidos en la paz de la montaña dolomítica. En medio del territorio donde campan libres el ciervo, el corzo y el rebeco, merodea el zorro y asoma la marmota bajo la atenta mirada de las águilas.
Un lugar donde arriban esforzados ciclistas, briosos senderistas y amantes de la comida tradicional elaborada con productos naturales de proximidad. Pero también un rincón para experiencias didácticas que proponen innovadoras prácticas educativas o luchas sociales transalpinas, como la recuperación de la trashumancia hasta Bosnia.

Hotel Aurai, el vástago de los Ferrai
Quién nos guía por estos caminos también tiene su propio bar Los Ciervos. Atento y generoso, Cristiano conduce la furgoneta que nos desvela este rincón inédito. De vez en cuando nos cruzamos con alguna moto de gran cilindrada y con sus jinetes. Como los caballeros de antaño, estos motoristas buscan perderse para encontrar su libertad.
Me recuerdan a Michele y Odile, los personajes de “Érase una vez en Europa”, el maravilloso relato de John Berger. Almas fugitivas que abordo de una moto checoslovaca cruzaban desde territorio alpino hasta Italia, donde “el aire es como un beso”.

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Cristiano nos acoge, nos explica y nos guía. Su empeño tiene que ver con otra quimera familiar, con el amor de un padre y con el emprendimiento de sus tres jóvenes hijas: Martina, Stefania y Elena. Ellas regentan el hotel Aurai, otra versión de mi bar Los Ciervos. No es una licencia poética. El reclamo de los bramidos se escucha en otoño tan cercano y potente que uno se asusta pensando si le corresponderá una ración de ese amor salvaje.
Aunque el diseño moderno y el confort contrastan con la austeridad del refugio, nadie debe llevarse a engaño. Lo que propone la familia Ferrai no difiere mucho del viejo patrón de las Malgas. Madera y piedra como materia del habitar, fuego para caldear el corazón y la sangre, manjares del terreno y paisaje donde reposar la mirada.
Naturaleza, orden, sentido y belleza. Las camas descansan en cabeceros de troncos cuidadosamente empotrados en la pared, la iluminación se derrama sutil desde fuentes indirectas y en el spa se destensan músculos y pensamientos.
Los muros exhiben contemporáneos trofeos. Esculturas evocadoras o irreverentes, según se mire, de cabezas de ciervos realizadas con la técnica de la cartapesta japonesa. ¿Gloria o escarnio de la tradición cinegética? Me quedo con ganas de saberlo. Pero tal vez los artistas del colectivo Caccia Grossa prefieran que cada uno componga su propio relato.

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Elena, Martina y Stefania son bellas. Podrían estar divirtiéndose en la noche del sábado en lugar de atender la recepción o servir deliciosas canederli (albóndigas con pan y caldo) a los comensales. “Hemos decidido que nuestro futuro está aquí”. Esta declaración de amor a la tierra de tres muchachas que juntas no suman la edad de quién firma estas líneas me emociona.
¿Es posible preservar este pedazo de tierra incontaminada y la reserva de nobleza que exhiben los rostros de sus habitantes? ¿Hay lugar para el respeto a lo indómito en un mundo de experiencias transmutables en inmediatos “likes”? ¿Son el senderismo, el cicloturismo, la enogastronomía y el turismo de relax y naturaleza la respuesta? ¿Evitarán estos bares Los Ciervos del siglo XXI que los valles recónditos y la cultura dolomítica se desvanezcan ante la niebla del amanecer?

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Me viene a la cabeza una reflexión de Walter Tomio, el responsable del Oasi di Valtrigona de WWF, donde la retirada de los glaciares desvela un vergel alpino. Para este experto y amante del Lagorai, el hombre actual vive disociado de su esencia natural. Necesita volver a lugares como este para reconciliarse con sí mismo y con su especie e integrarse en el orden universal.
Walter nos guía por el camino que conduce al Paso de Manghen, la vía que históricamente ha conectado los Valles de Fiemm y Valsugana. Cuenta mil y una historias. Sobre tempestades, lagos, animales, guerras y bosques. Me pregunta por España. El recuerdo de Gredos o la sierra de Ancares emergen y destensan, con una sonrisa, su rostro firme. La montaña es toda una misma pasión, pienso.

La malga: dureza y mercado
Por el camino recalamos en Malga Casa Bolenga. Las Malgas equivalen a las masías catalanas o los cortijos andaluces. Son unidades agrarias, prácticamente autosuficientes, donde se cría el ganado y se producen quesos y carnes capaces de doblegar mis convicciones veganas.
Sucumbo ante una indescriptible Luganega (butifarra) con polenta y queso fundido. Mi aflicción vegana se convierte en golosa melancolía ante el delicioso strudel de manzana. La glotonería me somete a los yogures salpicados de cereales y bañados en compotas y mermeladas.
La vida en la melga es dura porque el trabajo del campo en una zona de alta montaña inevitablemente implica esfuerzo e inclemencias. Por otra parte, la alimentación industrial ha ido arrancando poco a poco adeptos a los quesos artesanos y a los embutidos del terreno.
Casi un 70 por ciento de estas unidades agropecuarias han desparecido en las últimas décadas. Pero Teresa y su familia resisten con determinación el embate de la comida insustancial y de la comodidad de una vida en la ciudad. Orgullosa y disciplinada posa junto a sus vacas. Su rostro me parece el testimonio de una resistencia y de una vida dedicada al quehacer rural.
La faz granítica de Teresa confirma las reflexiones de Walter, la apuesta alternativa de las jóvenes familias de Malga Cere y el compromiso con su tierra de las hermanas Ferrai. Esa gente tan auténtica no puede estar equivocada. Los ciervos que braman no pueden estar equivocados. Los motoristas imantados a la carretera serpenteante no pueden estar equivocados.
Hay un tiempo inmutable de la naturaleza y una fuerza irrefrenable en los corazones que son y se mantienen jóvenes. El futuro y la eternidad son, en Lagorai, una misma cosa.

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